Edelweis

Pedro Caravaca era un humilde maestro de escuela en Flores de Edelweis, una pequeña aldea ubicada en el norte de los Pirineos. Su mirada emitía una luz especial, diferente, quizá por tener la fortuna de haber encontrado el verdadero amor, quizá por la satisfacción de vivir consagrado a su auténtica pasión. Era un hombre sencillo, seguro, entregado a su comunidad; un hombre en equilibrio, en definitiva, ¡un hombre verdaderamente dichoso!

 

Sin embargo, quizá como prueba de su fortaleza y rectitud moral, el destino le tenía reservada una broma macabra: en marzo de 1928, su mujer murió cuando estaba dando a luz a su primer hijo.

 

Fue un golpe horrible, dramático, desgarrador…, pero Pedro sabía que esa criatura lo necesitaba fuerte y feliz, y así se hizo cargo de aquel pequeño en cuyos ojos negros reposaba el alma de su amada.

 

Javier era un chico adorable, cariñoso, listo, curioso, alegre… Sin embargo, conforme iba creciendo, su padre fue advirtiendo algunas rarezas: parecía que no oía ciertos sonidos y, cuando le hablaba desde lejos, el chico se quedaba indiferente.

 

Las peores sospechas de Pedro se confirmaron con aquel diagnóstico: las complicaciones del parto que acabaron con la vida de Dolores le habían provocado una pérdida de audición grave que iría aumentando hasta llegar a la sordera total.

 

Pedro nunca se permitió entristecerse por esta razón. Se sentía enormemente afortunado de tener a su hijo consigo y sabía que había sido prácticamente un milagro que sobreviviera. Ni siquiera podía imaginar qué habría sido de su vida sin él: ¡esa personita lo era todo! Juntos superarían cualquier limitación, no habría barrera que pudiera obstaculizar que esa criatura carismática alcanzara la máxima plenitud.

 

Una mañana, cuando Javier apenas tenía seis años, la lluvia otoñal llegó inesperadamente para refrescar la tierra. Pedro se encontraba en la cocina preparando el desayuno cuando oyó gritos:

 

¡Huele a música, papá, huele a música! ¡Corre, sal conmigo a olerla desde cerca!

 

Pedro se extrañó con la forma de expresarlo, pero se unió al pequeño para respirar ese aroma a tierra mojada que tantas personas adoran y que a él, especialmente, tranquilizaba el espíritu.

 

A tu madre también le encantaba este olor…, pero, Javier, ¿por qué has dicho que huele a música? La música se oye, se escucha, pero no se huele…Javier no contestó. Se limitó a sentarse en el porche a interpretar sobre la madera de la mesa, con palmadas y chasquidos de sus nudillos, una música sencilla que a su padre le resultó muy hermosa y entrañable.

 

Todos los sábados salían juntos al campo, pues Pedro quería educar a su hijo en la contemplación y admiración de la naturaleza. Así que, una mañana de julio, Pedro llevó al pequeño, que ya tenía ocho años, a un lugar secreto donde sabía que podrían encontrar la misteriosa flor de pétalos algodonados que daba nombre a la aldea en la que vivían.

 

Es maravillosa, papá, ¡me encanta mirar la música!

 

Javier, debes aprender a hablar bien, la música no se mira, se oye, se escucha, pero no se mira.

 

—El chico hizo caso omiso a ese comentario y comenzó a danzar al ritmo de una melodía invisible que él parecía reconocer a la perfección.

 

Era el décimo cumpleaños de Javier y para celebrarlo, su padre había elaborado una sabrosa tarta de chocolate con corazón de crema de vainilla al caramelo. Sabía que era el dulce preferido de su hijo y lo tenía guardado para sorprenderle a la llegada del colegio.

 

¡Está delicioso, papá, sabe a la mejor de las músicas posibles!

 

¿Otra vez con esas? La música se oye, se escucha, pero no se puede saborear, Javier, por Dios.

 

El chico permaneció en silencio, pero poco después, Pedro presenció aquella composición improvisada utilizando la batería de la cocina y ciertas piezas de la cubertería de plata. Una vez más, el chico estaba interpretando una hermosa melodía que dejó a su padre boquiabierto.

 

No obstante, el día más especial que Pedro recordaría toda su vida fue poco después de que Javier cumpliera la mayoría de edad. Había tenido que ir a la ciudad y un problema con la línea de ferrocarril hizo que regresara a casa más tarde de lo habitual. Desde lejos pareció oír un sonido que llevaba años enterrado bajo la lápida de sus recuerdos, pero cuando llegó a la entrada del hogar, se estremeció por completo. Al otro lado de la puerta sonaba una música profundamente sobrecogedora, que desbordaba una sensibilidad y ternura extenuantes.

 

Pedro sintió que se le desgarraban las entrañas, pensó en el espíritu de Dolores allí sentada en el piano que tanto acarició y que yacía hacía casi dos décadas bajo un manto de polvo y abandono… No tuvo fuerzas para introducir la llave en la cerradura, no quería interrumpir aquella magia, ni tampoco salir de ese escenario de ensueño al que le había transportado la bella armonía.

 

Cuando la pieza finalizó, entró y descubrió a Javier con el rostro transformado. Nunca le había visto aquella expresión, esos sentimientos pugnando con los gestos para que los dejaran salir…

 

Papá, espero que no te moleste que haya utilizado el piano. Tengo que confesarte algo.

 

Pasaron a sentarse en el sofá, enfrente de la chimenea, y Javier comenzó a hablar: —Esta tarde he hecho el amor por primera vez con María y ha sido maravilloso, además de mágico. Tú siempre me has dicho que la música solo puede ser oída, escuchada, y no quería discutirte. Pero hoy he encontrado todos los argumentos necesarios para rebatirte: esta noche, papá, yo he olido la música, la he saboreado, la he acariciado lentamente, con mis dedos, con mi alma, la he contemplado en el placer manifiesto en el rostro de María y, sobre todo, por primera vez la he escuchado en los susurros cercanos a mi oído.

 

Según me contó Pedro, aquella fue la primera vez en su vida que las palabras huyeron cuando él les pidió auxilio y se concentraron, cómplices, en la fuerza de un abrazo que jamás olvidaría.

 

La forza dell´amore, la melodía que Javier Calatrava improvisó en el piano aquel día, llegó a ser una pieza musical mundialmente conocida y su autor, uno de los compositores de mayor prestigio a nivel mundial.

 

En las continuas ruedas de prensa que protagonizaba y los artículos que escribía, siempre explicó con suma simpatía:

 

Todo lo que sé hacer se lo debo a mi discapacidad, a esta sordera que avanza cada día, gracias a la cual aprendí a experimentar la música con los otros sentidos…

 

Desde muy pequeño, en contra de lo que mi padre me intentaba hacer creer, yo olía la música, la saboreaba, la veía…, ¡la experimentaba con los cinco sentidos! Para mí la música es el arte que mejor captura las emociones, porque al ser la única invisible, como estas, las comprende mejor y las encauza, las materializa en lo inmaterial y nos las acerca. La música puede transportarnos a un país lejano, puede devolvernos el sabor de un beso, recordarnos las lágrimas e incluso acercarnos al dolor de un bombardeo. En definitiva, la música es conductor y vehículo de los sentidos, y llega hasta los más íntimos humores del ser humano, transformándolo. La música puede curar, alejar nuestros fantasmas, embellecer…

 

Javier Calatrava murió a los ochenta y cinco años, una semana después de haber despedido a María, la musa de la Forza dell´amore, con un frío y morado beso que no pudo superar. Por entonces, su pérdida de audición era absoluta. Dedicó cada uno de sus recitales a su padre, el hombre ejemplar al que le debía todo lo que era.

 

Berta Carmona Fernández

 

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